dimarts, 2 de juliol del 2019

El sonido del tiempo

En una entrevista a José Luis Guerín, realizador de “En construcción”, el cineasta destacaba la importancia de la descripción sonora de cada estación del año en esta película: "El verano quedaba especialmente definido por las menudencias sonoras que llegan con las ventanas abiertas de interiores domésticos o de las radios efímeras de los coches que pasan". 

Al hilo de sus reflexiones acudieron a mi mente unos cuantos sonidos (y otras sensaciones) que, por mor de las circunstancias personales, constituyen la banda sonora de mi vida. Uno de los que primero me vino a la mente era el de las golondrinas al inicio de la primavera. El vuelo rasante y quebradizo, a velocidades y ángulos imposibles, de estas pequeñas aves, que acompañan con chillidos enloquecidos cuyo significado desconozco, pero que quiero creer que deben representar algo así como los bocinazos continuos de los coches en las grandes urbes orientales (“¡cuidado, que voy!”), es una imagen y una música que pueblan mi presente y mi pasado. Ahora, son las golondrinas de cola blanca (Delichon urbicum) que anidan en los aleros de la escuela donde trabajo; antes, en mi infancia, otras golondrinas, las madres y abuelas de las de hoy, trazando una efímera trama geométrica en el marco de la ventana de mi habitación, anunciando a gritos el cambio de estación.

En el verano, la casa se llena de ruidos, abierta a los cuatro vientos. El trasiego continuo del tráfico constituye la base sonora sobre la que se destacan otros acordes y disonancias, la sierra del taller vecino, el acelerón de una moto, el ulular de una tórtola, la madre llamando a sus hijos para la merienda, el bullicio de los chavales en la piscina… Pero, en la sobremesa, cuando la ciudad sestea y se atenúan los anteriores sonidos, aparece una orquesta de cigarras y, con suerte, se  acompaña de una brisa con reminiscencias salobres del mar cercano, induciendo ambas a una plácida somnolencia. Lástima que ahora no sea capaz de diferenciar el canto de las cigarras de los acúfenos que padezco; aunque así, todo el año es verano, musicalmente hablando.

Otros sonidos resultan ciertamente perturbadores, como el silbido del viento a través de una ventana mal cerrada, un objeto que cae intempestivamente, el timbrazo inesperado de un telefonillo, la música machacona de un coche lleno de jóvenes en estado de excitación perpetua, el zumbido repentino de un mosquito en la oreja seguido de un sonoro bofetón autoinfligido… Por suerte, la mayoría de ellos suelen ser efímeros y no duran más que el sobresalto que provocan.

En el invierno, con la doble ventana cerrada y las alfombras desplegadas, los sonidos se amortiguan y algo parecido al silencio absoluto se instala en la casa (bueno, los acúfenos siguen ahí). Espacio y momento de recogimiento, que invita a las reflexiones más trascendentes o al vaciamiento más profundo. Por poco tiempo, eso sí, uno no tiene paciencia ni capacidad para perderse por estos derroteros. Por otra parte, la brevedad del placer o de la sensación placentera es lo que, en última instancia, define el “momento de felicidad”. ¡Qué peor pesadilla que una “felicidad” eterna!