‘Patria' es la obra capital de Fernando Aramburu, por su extensión y por su ambición. Más de 600 páginas dedicadas a novelar el terrorismo de ETA o, más bien, a pergeñar un retrato de una sociedad sometida al terror, ya que no se ocupa tanto de seguir minuciosamente los actos de la banda armada, como de representar sus consecuencias en aquellos que las viven y padecen, bien como víctimas, bien como testigos -cómplices o atemorizados, nunca indiferentes-, en ‘el país de los callados’, como titula el autor uno de los capítulos.
Se trata de un relato coral, con múltiples voces y acentos. Por la novela desfilan los miembros de dos familias que representan la variedad de actitudes ante los hechos que se cuentan: la colaboración activa, el silencio vergonzoso, la honda tristeza, la rabia contenida, el odio sin motivo. El espacio es cualquier población mediana del traspaís vasco, en el que la presión del entorno abertzale llega a ser tal que, aún después de cometido el asesinato, continúa, en forma de llamadas nocturnas a la viuda, o de pintadas sobre la tumba. Para muchas de esas víctimas, la única salida es el exilio, un exilio interior si acaso, en la gran ciudad, en busca de un anonimato que les permita reconstruirse.
Ciertamente, resulta difícil transitar literariamente por este ambiente sin mancharse, sin incurrir en el panfleto o en el tremendismo, aunque aquello que allí se cuenta reclame a gritos la denuncia o la condena. Así, en uno de los capítulos, en el que el hijo de un asesinado acude a una conferencia en la que participa un escritor -trasunto del autor-, este explica las razones que le movieron a construir un relato que diese cuenta de cómo se sobrevive en un ambiente así, y de cuáles eran los peligros a los que tuvo que enfrentarse y de los que se propuso huir: “los tonos patéticos, sentimentales” o “detener el relato para tomar de forma explícita postura política”.
Este es un riesgo cierto y, efectivamente, es el efecto que puede causar la lectura de las primeras páginas, llegando a molestar a aquellos que no andan buscando alegatos de ningún tipo, por muy justificados que estén o por bienintencionados que sean. Por suerte, el relato va, poco a poco, adensándose y ganando complejidad. ‘Patria’ no es una obra redonda, ni mucho menos, pero es una obra necesaria, pues, con trabajos como este, el terrorismo está empezando a ser derrotado también en la literatura.
El tono objetivo, realista, casi de crónica periodística, quizás sea lo más acertado de la novela, en el que los hechos hablan por sí mismos sin necesidad de comentarios suplementarios. Es de agradecer que el autor considere a los lectores suficientemente inteligentes como para evitarles digresiones personales de índole moral. Sin embargo, ejemplos hay de mejores ajustes entre fondo y forma, entre aquello que se cuenta y la manera de hacerlo. Me vienen a la mente, asi, rápidamente, algunos ejemplos de relatos de la ignominia de mayor calado literario: “El hombre que amaba a los perros”, de Leonardo Padura; “La fiesta del chivo”, de Mario Vargas Llosa; o “Galíndez”, de Manuel Vázquez Montalbán. Una lectura demasiado cómoda puede acabar ‘banalizando el mal’, como decía Hannah Arendt, y algo de esto ahí también en ‘Patria’, que, en algunos momentos, se parece demasiado a un guion de una serie de televisión prime time.