dimarts, 16 d’agost del 2016

Correspondencia tóxica

El último film de Giuseppe Tornatore, escrito y dirigido por él mismo, plantea una situación peculiar: una relación amorosa que se prolonga más allá de la muerte. La pareja en cuestión está formada por un profesor y una alumna en la que el primero ejerce como pigmalión a la vez que como amante, mientras que ella siente una profunda admiración por su mentor intelectual, casi rozando la reverencia. Él le oculta una enfermedad terminal mientras prepara su espectral tutela por medio de grabaciones que le son entregadas a la joven a través de una enrevesada red de intermediarios y de un planificado calendario. Todo ello envuelto en un ambiente de sofisticación y belleza invernal, en la que el nido de amor es una vieja y lujosa casona en una de las islas de alguno de los lagos del norte de Italia. Si a ello le sumamos que los protagonistas son Jeremy Irons, eterno seductor de jovencitas que no sé qué coño le ven con esa cara de acelga amarga que suele poner en estas ocasiones, y Olga Kurylenko, una guapa 007, el plato está servido. Exquisitez suprema para los estetas.

Pasado el primer efecto de sorpresa, que en mi caso duró poco, se instala la sospecha. ¿Qué me está vendiendo el autor? ¡Una historia tóxica donde las haya! El apuesto y ajado profesor, parece todo menos enfermo. Está casado y tiene dos hijos, una de la edad de la amante y otro todavía adolescente. Se aprovecha de su jerarquía para imponer su criterio, con la fuerza del ingenio y la sabiduría de la experiencia. Controla y dirige los pasos de su pupila en todos los ámbitos de su vida, académico y personal. En fin, la ensoñación de un viejo carcamal sublimada por un supuesto afán redentor. Si lo referido no bastara, además, la meticulosidad de la trama que urde para entregarle los mensajes de ultratumba trasluce una mentalidad obsesiva y maliciosa. Solo faltaba el motivo y la ocasión para desplegar toda su brutalidad, no necesariamente física, pero que no dudo que, llegado el momento, se hubiera puesto de manifiesto.

La obra de arte seduce, en gran medida, por sus virtudes formales. Pero, después del Holocausto nazi -T. W. Adorno lo advirtió- o después de la hecatombe de las Torres Gemelas -otros autores corroboran ahora al filósofo alemán- no podemos obviar una mirada crítica al mensaje que subyace. Y así como El rapto de las sabinas de David es un ejemplo de composición visual multitudinaria, pero que no deja de representar en última instancia el rapto y violación de las mujeres de aquel pueblo, aquí, bajo la amable capa de unas imágenes atractivas y una elegancia formal, se esconde una relación de subordinación de la mujer al hombre, del ignorante al detentador del saber. 

El autor y director, además, ni siquiera pretende transgredir el orden moral imperante, lo políticamente correcto, a través de un relato extremo y abiertamente transgresor que nos permitiría diferenciar entre realidad y deseo, sino que camufla o vela el mensaje ofreciendo la apariencia de una relación romántica, casi bendecida moralmente en aras del amor verdadero.