Por otra parte, Clara Obligado, en un encuentro con autores, hablaba de la función de la literatura desde el punto de vista de la persona que escribe, como de una ocasión para pensar, individual y también colectivamente, desde parámetros diferentes a los del pensamiento racional, apelando en primer lugar a la emotividad. Y, de la misma manera que hay mil y un motivos para leer, hay otros tantos para escribir. "¡Para vengarse!" -decía. En suma, para poner orden frente al caos de la vida se trata de construir mundos paralelos en los que ejercer de demiurgo universal, donde los personajes son limitados, el marco temporal está cerrado y la trama cierra el foco sobre una parte del magma vital, bullente, desbordado, evanescente que es la vida.
Si dejamos a un lado la lectura meramente didáctica o funcional, la del negocio, nos queda la lectura del ocio, la que hacemos no por una necesidad perentoria sino por la voluntad liberada de apremios forasteros. Incapaces de reconocernos -hay un tipo dentro del espejo que me mira con cara de conejo, (Ilegales)-, holgazanes para autopsicoanalizarnos, vergonzosos para someternos al escrutinio ajeno, leemos para buscar y encontrar rastros de viajeros, sendas inexploradas, mundos ignotos... Nos sentimos aliviados cuando encontramos en las páginas de un libro, en las emociones que viven los personajes, en la música de las palabras, en la cadencia del texto, la encarnación de aquello inefable que nos traspasa, la vida sin más.
Pero la memoria, ¡ay!, es una amante desleal que se va rápido con el primero que se cruza en el camino y olvida sin recelo a aquel que bien le ha servido. Queremos creer, pese a todo, que algo queda, un poso informe sobre el que se va construyendo una identidad propia, como lector y como persona, tambaleante y desquiciada, pero identidad al fin y al cabo que nos permite reconocernos. al menos, hasta que una nueva lectura nos desenfoque la figura y comience el ciclo de nuevo.
Hay, sin embargo, restos indelebles. Manchas de alquitrán que se adhieren a la piel y se quedan para siempre. Los cuerpos (y almas) estrujados de Rafael Chirbes, como retratos de Francis Bacon; la espera indefinida de Dino Buzzatti; los terceros interpuestos de Ian McEwan; la palabra certera de Julio Ramón Ribeyro; el verbo tronante del primer Vargas Llosa; el extrañamiento de Philip Roth o de J. M. Coetzee; madame Highsmith, se le saluda; el París de Modiano; la Argelia de Yasmina Khadra y la de Albert Camus; los relatos de Horacio Quiroga y de Saki; Leonardo Sciascia; la intemperie de Jesús Carrasco; la Ilíada y la Odisea...
Pero la memoria, ¡ay!, es una amante desleal que se va rápido con el primero que se cruza en el camino y olvida sin recelo a aquel que bien le ha servido. Queremos creer, pese a todo, que algo queda, un poso informe sobre el que se va construyendo una identidad propia, como lector y como persona, tambaleante y desquiciada, pero identidad al fin y al cabo que nos permite reconocernos. al menos, hasta que una nueva lectura nos desenfoque la figura y comience el ciclo de nuevo.
Hay, sin embargo, restos indelebles. Manchas de alquitrán que se adhieren a la piel y se quedan para siempre. Los cuerpos (y almas) estrujados de Rafael Chirbes, como retratos de Francis Bacon; la espera indefinida de Dino Buzzatti; los terceros interpuestos de Ian McEwan; la palabra certera de Julio Ramón Ribeyro; el verbo tronante del primer Vargas Llosa; el extrañamiento de Philip Roth o de J. M. Coetzee; madame Highsmith, se le saluda; el París de Modiano; la Argelia de Yasmina Khadra y la de Albert Camus; los relatos de Horacio Quiroga y de Saki; Leonardo Sciascia; la intemperie de Jesús Carrasco; la Ilíada y la Odisea...