dissabte, 30 de gener del 2016

Cine, cine, cine... cine, por favor

Mi pasión cinéfila viene de lejos, como supongo que ocurre con la mayor parte de las pasiones humanas. De pequeño frecuenté las salas de cine, un poco como le ocurría al protagonista de "Cinema Paradiso", pero más de andar por casa, seguramente porque mis meninges nunca dieron para muchas fantasías, y también porque el contexto era algo más sombrío -por el negro de las sotanas- que el de la película de Gabrielle Tornatore. 


Mi padre, por aquellos días, complementaba su sueldo como obrero en una empresa de construcción haciendo trabajos de carpintería durante los fines de semana en los cines Chapí y Calderón de Alicante, hoy desaparecidos. Yo le acompañaba a menudo y, mientras él se dedicaba a reparar las butacas estropeadas, yo deambulaba por la sala, bajando y levantando asientos, ¡cuatrocientas y pico butacas! -una estupidez, ya lo sé, pero los entusiastas somos así, qué le vamos a hacer-. Otras veces, me envolvía en los pesados cortinajes que ocultaban y oscurecían las entradas, girando sobre mí mismo, hasta quedar atrapado y permanecía allí quieto durante unos minutos, como algunos de aquellos asesinos torpes que aparecían en las películas de serie B y que al final eran descubiertos por los zapatos que asomaban por debajo de los cortinajes

Algunos otros días, si el técnico andaba por allí, subía a la sala de proyección empapelada con carteles de estrenos recientes y donde había dos enormes máquinas plateadas y unas estanterías metálicas con algunas pocas latas que contenían los rollos de las películas de ese día. Me encaramaba en un taburete y observaba la sala desde uno de aquellos dos ojos rectangulares y veía a mi padre afanado en su tarea. Bajo aquella luz cruda aparecía un espacio absolutamente desangelado, con todos aquellos asientos vacíos. Por suerte, me decía, horas más tarde, se convertiría en un espacio habitado por filas de bustos inmóviles oscurecidos, con la silueta recortada por el haz de luz que atravesaba la sala y que dejaba una estela dorada de polvo en suspensión. Como el que Campanilla esparcía sobre los niños antes de emprender el vuelo al País de Nunca Jamás.

Me gustaban especialmente los carteles de colores, reproducciones de originales pintados a mano. Los había de guerra, westerns, comedias, terror... pero mis preferidos eran aquellos en los que aparecían aquellas mujeronas despampanantes, rubias de peluquería, abrigos rojos y zapatos de tacón que empezaban a poblar mi imaginario preadolescente, mi particular educación sentimental: Brigitte Bardot, Sofía Loren, Claudia Cardinale, Raquel Welch, Marilyn Monroe... o alguna de sus sosias. Coleccionaba programas de mano y así me hice con una pequeña colección, aunque de vida efímera, como la de llaveros, o la de monedas, pues no tardé en sustituirlas por mi otra gran pasión, esta sí más perdurable, los cómics y las novelas.

Los recuerdos fragmentados, la torpeza de esta semblanza y la vaguedad de las descripciones da idea de la relativa trascendencia de aquellas vivencias infantiles, nada que se parezca a la fantasía que suele envolver tantas ficciones sobre la infancia. Pese a todo, la cinefilia debe venirme de ahí, de aquella época en la que acudía al cine con mi padre o con mi abuela y me olvidaba por unas horas de la grisalla exterior. Aún retornan vigorosas, a poco que me esfuerce, las imágenes de muchas películas de entonces: Los siete magníficos, El bueno, el feo y el malo, Quo vadis, El Cid, la saga de Fu-manchú, Drácula, Los crímenes del museo de cera, Bruce Lee, Lawrence de Arabia, Las petroleras... En este viaje por distintas épocas y lugares, me acompañaron, además de las damas reseñadas, dioses y monstruos de la talla de Christopher Lee, Peter Cushing, Peter O'Toole o Charlton Heston, John Wayne... Nada reseñable del suelo patrio.