dijous, 2 de juliol del 2015

Ver, oír y callar

Esta pegatina tiene 40 años
No hay que confundir la democracia con las votaciones. Estas pueden ser uno más de otros mecanismos posibles para decidir sobre un hecho controvertido, pero no son la esencia de la democracia. Así, se puede votar a favor de una norma que regule la pena de muerte, o de leyes segregacionistas, y no por haber obtenido el respaldo de una mayoría se convierten estas leyes en mejores, ni siquiera en legítimas. La esencia de la democracia es la participación, el debate, la deliberación, incluso la disidencia. Todo ello, además, de acuerdo a los principios de la lógica discursiva y argumentativa. Y, si bien la mayoría en democracia está legitimada para orientar la política de gobierno, siempre ha de hacerlo con el ánimo de procurar el bien colectivo, lo que no le da derecho ni a imponer medidas que vayan contra la dignidad del ser humano, ni tampoco a silenciar las voces que la contradicen o a ningunear a las minorías.

La “democracia deliberativa” –tomo prestado el término acuñado por Habermas para diferenciarla de la democracia representativa stricto sensu, la que sólo convoca a los electores cada cierto tiempo para elegir a unos representantes que decidirán en su nombre- exige ciudadanos formados e informados. Formados en los conceptos e ideas, pero también en los procedimientos participativos y en la voluntad de servicio público. Hoy, sin embargo, la formación se está reservando para las élites –acceso restringido, económico o identitario; desmovilización a través de distintos mecanismos, algunos muy sutiles y, por ello, más eficaces, el panem et circenses romano, tampoco es que hayan descubierto nada nuevo; y el fomento exacerbado del individualismo que conceptúa al otro como a un rival y no como a un compañero. Por su parte, se necesitan ciudadanos informados en libertad, con medios de comunicación plurales. Hoy, también y sin embargo, resulta cada vez más difícil acceder a una información veraz, plural y contrastada, con unos medios de comunicación de masas concentrados en pocas manos o con una avalancha de información, que circula a golpe de tuit en muchos casos, en la que resulta complicado discernir lo sensato de la tontuna. Y esto pasa en todos los ámbitos de la vida: en la política, en la empresa, en la escuela o en la familia.



La deriva autoritaria que estamos padeciendo concierne a todo el mundo y sus manifestaciones son muy variadas. Gobiernos tecnocráticos que no se someten al debate público -Unión Europea-, secretismo de las negociaciones -TTIP-, organismos que se arrogan una representatividad que nadie les ha otorgado -OMC, FMI, Bancos Centrales, clubs o foros, think tanks-, uso indiscriminado de la fuerza -señora Cifuentes en su papel de delegada de gobierno en Madrid-, minorías silenciadas sí o sí -ley Mordaza-. Todo para continuar alimentando impunemente un sistema en el que unas élites extractivas acaparan más y más recursos a costa de la depresión económica del resto de la población. Y que no nos engañen con discursos meritocráticos. Salvo casos particulares, las élites son fruto de unas castas endogámicas, no hay más que reseguir el árbol genealógico del ministro de Defensa, del nuevo ministro de Educación, de las sagas políticas y, sobre todo, empresariales, aunque estas últimas nos resulten más opacas. Pero no conocen la historia. Los costes sociales de esa desesperanza, con el enorme abismo entre ricos y pobres, acabaron en una polarización política que nos condujo al mayor desastre de la historia (Tony Judt, Postguerra). ¡O sí la conocen, lo que sería aún más tremendo!