Magnífica interpretación de Nathalie Poza y de José María Pou (bien acompañados por Sergi Torrecilla). Y digo magnífica porque, a pesar de no haber podido seguir el diálogo con la claridad que me hubiera gustado a causa de una incipiente sordera -mis amigos dicen que de incipiente nada, sordo como una tapia- o de un escaso control por parte de los actores -difícil de creer- de las calidades sonoras de nuestro teatro, me sentí fácilmente subyugado por el drama que transcurría ante mis narices. Puede que la película que me monté no se parezca en nada a lo que realmente sucedía en escena, pero en cualquier caso la gestualidad, la coreografía, el discurso que sí llegué a escuchar, casaban bien con la recreación que yo mismo me hice de lo que allí acontecía a partir de los retazos del diálogo que pude entender. Y aquí vendría bien una reflexión sobre la recepción de la obra por parte del público y como este cierra o completa el sentido de todo el conjunto. No sé si soy capaz, ni siquiera sé si tengo ganas. Así que lo dejo para otro momento.
Dos eran las tramas argumentales principales, excepción hecha del papel representado por el hijo del protagonista, desencadenante del drama y punto final. La primera de ellas se refiere a la relación amorosa entre los personajes principales, un hombre de negocios adinerado y la joven profesora a la que aloja en su casa para hacerse cargo de la educación de su hijo. Una relación que se prolonga durante seis años y a la que se pone fin justo en el instante en que se hace pública por un descuido y a consecuencia de ello. El secreto era la condición de la relación. Al menos para la maestra. La profesora vivía la situación sin ningún sentimiento de culpa. Tenía al hombre que amaba y no deseaba nada más. No le ocurría lo mismo al caballero, que debía tener, presumo, el corazón partido entre una moral convencional -sustentada en acuerdos sociales tácitos- y el deseo más primario disfrazado de amor.
La segunda de las tramas es el conflicto entre dos mundos irreconciliables: el de la clase pudiente y el de los trabajadores sociales. El caballero rico recrimina a la joven su voluntaria reclusión en un barrio marginal, su voluntad de viajar en autobús, de vivir en el propio barrio donde trabaja, en un apartamento frío, la única que quiere vivir en un ambiente semejante mientras todos los demás están deseando encontrar la manera de largarse. La joven profesora encuentra el sentido de su vida en la decisión de servir a los más desfavorecidos. Sin embargo, quizá se trate de una forma noble de revestir una incapacidad manifiesta, la de vivir la vida. La crítica que ella le hace a él es harto conocida así que no insistiré en ella, la insensibilidad de los poderosos, etc.
Lo que me sorprende más es que los corbatas y las collares aplaudan una obra como esta. Y esto me lleva a una reflexión mayor: "Teatro, ¿para qué? y ¿para quién?". Un conocido se preguntaba por qué los jóvenes no vienen al teatro. Y yo me respondo. "¿Porque no pueden pagarlo?". El teatro se ha convertido en un producto de élite, como los conciertos de música clásica en el ADDA. Pero, a diferencia de la música, hay un teatro de vocación popular, como este, que trata de despertar reacciones y de transformar el mundo. Su público natural son las clases desfavorecidas y a ellos debería estar destinado. En vez de eso, se les narcotiza con series de baja estofa o abiertamente morbosas que alientan las pasiones más bestias e irracionales. No estaría de más recuperar un espacio como aquel Estudio Uno, creo recordar que se llamaba, que nos permitía ver teatro en la tele. A lo mejor a alguien acababa gustándole y todo.
Intentaré buscar el libro y contrastar si efectivamente la obra iba de esto que acabo de comentar.