Me jubilé recién cumplidos los 60. Sí. Ya sé. Que “qué
cabrón”, “otro a chupar del bote”, “no notarás la diferencia, siendo
funcionario”, “ale, a cobrar sin trabajar, menudo morro”… y otras lindezas
parecidas. Y eso te lo dicen los que dicen que son tus amigos, que no se cortan
un pelo. “Y ahora… ¿qué vas a hacer? ¿A
qué te vas a dedicar?” es la siguiente retahíla-reproche. Yo, en esas, me da
por mirarme la entrepierna: “A lo que me pase por los cojones”. Es lo que me
apetece contestarles, pero me reprimo y contesto: “A desarrollar mi yo
interior, ese que he tenido aparcado durante tiempo por el apremio del trabajo
intenso”. Aquí siempre hay alguno que me interrumpe “¡Qué apremio ni qué
intenso! ¡Pero si eras MAESTRO, cacho cabrón! ¡Tres meses de vacaciones, 14
pagas y jubilado a los 60 con el sueldo íntegro!”. Que ya digo yo que qué
tendrá que ver, pero bueno, le dejaremos desfogarse no sea que le dé un ictus. Hago caso omiso del coitus interruptus del compañero y sigo
con mi perorata: “Leeré todos esos libros que acumulé en la mesita de noche,
escalaré las cumbres que me dejé en la mochila, estudiaré música, visitaré
museos, viajaré…”. A continuación, arremeten las amigas feminiflautas, con tono
zalamero: “Bueno, ahora te encargarás de la casa, ¿no? Cocinarás, irás a
comprar, limpiarás el baño, plancharás…”. Cara de póquer y, ante el coro de
miradas inquisidoras (inquisitivas no, inquisidoras), toca responder. “Bueno, ejem,
yo ya ayudo… perdónperdónperdón… colaboro… humm… comparto… en casa… bajo la
basura, subo los toldos…”. La carcajada es antológica. Menos mal. Se han reído.
Todavía he salido bien parado. Podía haber acabado en la hoguera. El caso es
que, después del desconcierto de los primeros días, en que no sabes muy bien
qué hacer, que si voy al banco, a la compañía de la luz, a comprar el pan, que
si me hago un chequeo, una limpieza de boca, una revisión del oído… te das
cuenta de la fría, sórdida y escueta realidad. Tus amigos jubilados están ocupados
en lo mismo que tú, en dar sentido a ocupaciones inanes. Unos ordenan viejas
fotos y recuerdos que no interesan a nadie. Otros visitan museos con el mismo
interés y entusiasmo que los que miran obras. Con una diferencia. Museos hay
pocos en la ciudad y obras, infinidad, con lo que sale más a cuenta esto
último. Los hay que caen bajo la tiranía del cuidado de los nietos.
Pobrecillos. Los abuelos, digo. Y los nietos, tal vez. Otros lo cuentan todo:
los kilómetros que caminan, largos de piscina, las escaleras que suben (las que
bajan, no; curioso), las calorías que consumen y las que gastan, las fluctuaciones
de un IBEX en el que no tienen acciones, la oscilación térmica diaria del aire
y del agua del mar, las variedades existentes de alubias y garbanzos, las
probabilidades de una próxima DANA, los grados de alcohol de las diferentes marcas
de cerveza, la hora y el día en que pasará la estación espacial internacional
por encima de nuestras cabezas, los horarios de autobuses, trenes, tranvías y
trolebuses, donde los haya… Si, encima, se trata de un conocido o saludado, vas
aviado. Entonces, las proezas de sus hijos y nietos son el tema estrella: que
si tiene un trabajo estupendo, que si gana tanto y más cuanto, que sus jefes le
tienen en gran estima, que se porta muy bien con ellos, que los domingos comen
en familia, paella, claro, que el bebé es muy listo porque se fija mucho y
gatea con solo siete meses (¿qué esperabas?), que si la mayor toca la mandolina
y estudia húngaro y coreano, blablablá… O el que te revela, con tono
ceremonioso, los trucos para hacer la mejor tortilla o el mejor arroz, que en
Valencia no saben hacer arroz, que allí hacen paella, arroz hervido, vamos… Para rematar, el que te
cuenta hasta el detalle de sus últimas vacaciones: “Fuimos. Vimos. Vencimos. Manoli,
¿cómo se llamaba el palacio ese del rey aquel, cerca de…de…?”. O el crucerista
fundamentalista: “Hicimos un crucero por el Mediterráneo. Salimos de Barcelona.
Fuimos a Génova. A Marsella..”. Si Manoli está delante, le interrumpe: “Que no.
Primero fue Marsella. Después, Génova.” El crucerista retoma el relato: “A
Roma, Venecia.” “¡Chico, calla! ¡Que Venecia fue en el crucero del Adriático,
el año anterior!” “Y… ¿qué tal?” (uno es educado, rayando la imprudencia). “Una
maravilla. Ni bajamos del barco. Allí tienes de todo.” Les da igual Viena que
Villena. Que digo yo que con un barco varado en la dársena del puerto, con
efecto olas y un documental de La 2, les habría salido más barato. En fin. Yo,
perplejo, quiero mirarme la entrepierna, pero, después de unos meses de feliz
vida como pensionista, la falta de ejercicio físico no me permite doblar más
allá de la cintura, con que ni saber lo que pasa por mis testículos puedo. Al
poco de jubilarme aparecen los primeros achaques y entonces empieza la
peregrinación por las distintas especialidades médicas: el Oftalmólogo, “tiene
el ojo seco"; el Otorrinolaringólogo (en una asociación sinestésica,
imagino un ornitorrinco), “un audífono le vendría bien”; el Reumatólogo, “una
prótesis de rodilla es inminente”; el inevitable Urólogo, “¿Prácticas sexuales
de riesgo?”… Pero… Ámoraver. ¿Es que no me ha visto?... ¿Prácticas qué?… ¿Sexuales… de
riesgo?... Como no se refiera a si me hago pajas al borde de un acantilado…
Josep Antoni Pujol Aguado
Prostatitis aguda,
octubre 2021