diumenge, 30 de novembre del 2014

Una corbata bien puesta

¿Puede haber dignidad en la soledad no deseada? ¿En la monotonía de una vida insulsa? John May es un oscuro y atildado funcionario de un distrito londinense cuyo cometido es buscar a los familiares de las personas fallecidas en soledad. En la mayoría de los casos, resulta una tarea inútil, no tanto por no poder encontrar a ningún pariente o conocido del finado, como por el hecho de que, aún encontrándolos, éstos prefieran desentenderse del asunto. 

Sin embargo y a pesar de todos los inconvenientes y fracasos, el protagonista no ceja en su empeño de ofrecer a estos fallecidos lo que otros más afortunados tienen en el momento final: un oficio religioso, del cual él suele ser el único testigo, y un trozo de tierra donde descansar. Un pensamiento mezquino diría que, con ello, no hace sino avanzarse y conjurar su propio y previsible destino. Pero, por suerte, no siempre el ser humano actúa por intereses materiales de baja estofa y así, nuestro pequeño héroe se nos revela como un probo funcionario, atento en grado extremo al oficio para el que ha sido comisionado, tanto, que esa meticulosidad acaba por  motivar su despido en aras de un mercantilismo estricto e inhumano. En efecto, los costes de su trabajo superan con creces los beneficios que pueden reportar, teniendo en cuenta además que los supuestos beneficiarios ya están muertos.

Nuestro personaje viste camisa blanca, corbata negra, chaqueta y abrigo gris, mira hasta tres veces a un lado y a otro antes de cruzar la calle, recorre siempre el mismo itinerario, ordena milimétrica y pulcramente sus utensilios de trabajo y almuerza la misma insignificante lata de atún frente a la pared de la cocina, día sí y día también. La película transcurre al ritmo de la vida del protagonista, con una narración reposada y con una disposición neutra y aparentemente distante de la cámara, que resulta prácticamente invisible, merced a una sucesión de planos fijos o de movimientos casi imperceptibles. 

En el momento en que es despedido -"véalo como una oportunidad de empezar una nueva vida, de hacer algo diferente", le espeta el insufrible jefe- solicita permiso para acabar el último asunto que le queda entre manos y al que, pese a la situación que vive o quizá por ello, dedica todos sus esfuerzos y recursos, esta vez sí, con resultados óptimos... o no tanto.

Por tanto, a la pregunta del principio, hay que decir que sí. No sólo puede haber dignidad, sino también virtud. La virtud de hacer las cosas bien aunque no nos reporte un beneficio inmediato, de cuidar a los otros aun cuando estén muertos, de no abandonarse a la pereza, a la molicie y al desencanto.

Y, para acabar, aclarar que el título de esta entrada obedece a mí natural ojeriza hacia los trajes de chaqueta y corbatas, atuendo propio de los desalmados que, como los caballeros con sus armaduras de antaño, marcan así la distancia con el pueblo llano. Sin embargo, en este caso, si alguien merece una corbata como signo de distinción es, sin duda, el protagonista de esta película, aunque al final, en un alarde de rebeldía o de autocomplacencia, decida cambiarla por un sencillo jersey azul de lana y pueda, al fin, sonreír.