Algunos niños creen que siguiendo un determinado ritual conseguirán un efecto deseado. Así, si caminan por la acera sin pisar las piezas del pavimento de un color diferente, podrán obtener el regalo que anhelan o evitar el castigo temido. Yo también sucumbí a esas creencias. Los especialistas llaman a esto pensamiento mágico y lo consideran propio de un estadio en la evolución del niño a la edad adulta. Sin embargo, no desaparece del todo. En determinadas situaciones vemos aflorar estas creencias supuestamente infantiles.
Después de una semana de duelo, el domingo de resurrección y con motivo de una decisión importante que debía tomar y que supondrá el alejamiento temporal de un ser querido, he dilatado la firma hasta el último momento esperando que algún acontecimiento fatal me impidiese llevar a cabo el acto definitivo que probablemente marcará el futuro de nuestra familia.
Como el día se ha levantado gris y plomizo, con el cielo a tocar de las narices, no hacía más que escrutar el cielo con la esperanza de ver aparecer un meteorito que se estampase contra el planeta y aniquilase a la humanidad entera, para evitarme así el trago de tomar una decisión que no deseaba, pero que consideraba la más... no sé, ¿certera?, ¿adecuada?, ¿favorable? Ni siquiera sé si hago bien, ni si lo bueno para unos no haya de ser nefasto para los otros.
En cualquier caso, el destino no anduvo fino aquel día y ninguna señal se hizo patente. La decisión se tomó y sus consecuencias serán materia futurible. ¡Cómo anhelo aquellos días felices en que todo lo fiaba a la voluntad de los adultos! La orfandad no es tanto una cuestión biológica como moral, pues te deja desnudo ante el espejo y la soledad se revela entonces angustiosamente absoluta.
