Antiguamente, para convencer, se utilizaba el gesto grandilocuente, la palabra recia, el tono heroico, la épica, la arenga militar, la exaltación vehemente de las virtudes reales o supuestas. Pero sólo servía para convencer a los partidarios. Como mucho, para animar a los pusilánimes.
La publicidad descubrió que había mecanismos más sutiles para obtener de los consumidores las conductas deseadas. Un mensaje que se repite, la publicidad subliminal, la imagen de marca, la oportunidad, el emplazamiento en la tienda, la exclusividad... todos mecanismos para destacar el producto que queremos vender.
La política no es exactamente lo mismo, pero también utiliza mecanismos parecidos, a veces como contrapublicidad. Aquí no se trata de destacar la bondad del producto, antes bien, se pretende enmascarar su realidad. Así, resulta más eficaz para este propósito utilizar un lenguaje anodino, falsamente neutro, saturado de tecnicismos y envuelto en un aura profesoral. O directamente idiota, como el "Yes, we can". We can, ¿qué? ¿qué coño es lo que podemos...?
Frente a la contundencia de términos como "imperialismo" o "dictadura", que manifestaban en su misma formulación la esencia violenta del concepto, ahora se prefieren términos como "globalización" o "burbuja", que incluso nos mueven a representarnos imágenes agradables, con esas redondeces que sugieren. O amparándose en la ambivalencia de otros términos como el de "competencia", no nos aclaran si se trata de ser competentes o competitivos. En este último caso, nadie recuerda que para ser competitivo y ganar en una competición, se exige que haya un perdedor, al cual se derrota.
Tendremos que buscar alternativas a este dominio, recuperando viejas fórmulas, como la de Gabriel Celaya "la poesía es un arma cargada de futuro" o ensayar otras (casi) nuevas, como la de la antipub.