dimecres, 29 d’agost del 2018

La inanidad del Estado

¿Para qué necesitamos un Estado, Ayuntamiento, Diputación, Autonomía, Federación supranacional...? ¿Dónde radica la legitimidad del poder político, sea cual sea el ámbito y el talante del mismo? 

Las personas tenemos unas necesidades básicas que satisfacer, a saber: nutrición y refugio; y otras más derivadas del modo de vida actual: bienestar y afectos. La mayoría de nuestras actuaciones están orientadas a la obtención de los recursos necesarios para satisfacerlas y asegurarlas en el futuro. Las amenazas pueden venir por distintas vías y causadas por distintos agentes, desde la fatalidad de un accidente o enfermedad, hasta la agresión por parte de un tercero -guerra, robo, violación...-El miedo a perder estos recursos y la incertidumbre ante  el futuro, son las dos causas principales de la angustia que padecen buena parte de los habitantes del planeta. 

Por otro lado, ciertos beneficios y recursos solo pueden obtenerse a través de la colaboración entre individuos, voluntaria o impuesta, igualitaria o desequilibrada, y esto nos mueve a constituir sociedades, más o menos complejas, desde la familia al Estado, pasando por asociaciones gremiales, religiosas, sindicatos...

Mientras las necesidades básicas estén relativamente satisfechas y los niveles de bienestar se sitúen en unos estándares aceptables, el individuo tenderá a conformarse o a intentar mejorar sus condiciones de vida dentro del marco social y político establecido. Incluso estará dispuesto a sacrificar ciertas comodidades o libertades en aras de un beneficio mayor. En ello se sustenta buena parte de la teoría de Hobbes o la del Contrato Social de Rousseau.

Por el contrario, si ese contexto social y político no satisface las necesidades básicas o lo hace en un marco de transitoriedad, precariedad e incertidumbre, el individuo tenderá a buscar soluciones alternativas, de tipo individual, colectivo o, incluso, reaccionará contra dicho contexto sin un objetivo concreto, imbuido de un afán destructor contra aquello que percibe como amenaza o causa de sus males.

El miedo a la incertidumbre y a la precariedad nos mueve a buscarles remedio y, si aparece alguien, persona o institución, que nos prometa un futuro previsible donde se reduzcan los niveles de precariedad, no dudaremos en someternos a su autoridad. Es así como los miembros de la tribu se dejan seducir por el jefe de turno; las bases del feudalismo y de las redes clientelares romanas o decimonónicas radicaban en los mismos fundamentos; y nosotros, igualmente contribuimos (pretérito perfecto simple) al Estado del Bienestar con nuestros impuestos, nuestras obligaciones varias, nuestros servicios a la comunidad, etc. a cambio de reducir la incertidumbre merced a la seguridad de gozar unos mínimos vitales durante toda nuestra vida. 

Así, la legitimidad del poder político viene dada en la medida en que es capaz de asegurar los mínimos vitales de una mayoría. Siempre habrá una minoría que quede al margen, interesadamente, como amenaza, directa, porque pretende lo que tenemos, o indirecta, porque nos recuerda el estado en el que podemos incurrir si el Estado nos abandona. 


Sin embargo, ahora, con la desaparición de modelos sociales alternativos, con la desmovilización programada, con la exaltación de la individualidad más insolidaria, asistimos, entre incrédulos y enfadados, al desmantelamiento sistemático de los atributos sociales del Estado, de tal manera que éste se nos revela como lo que -nos tememos- verdaderamente siempre ha sido, el agente de la autoridad que vela por el funcionamiento sin trabas de un sistema de privilegios ante cuyas leyes y mecanismos nos encontramos absolutamente desvalidos, abandonados a los antiguos temores del paro, la miseria y la enfermedad. No nos vale que se inventen nuevos enemigos que justifiquen la existencia del Estado, sean éstos terroristas islámicos, inmigrantes delincuentes o traficantes de droga. ¿Para qué, entonces, un Estado que no nos asegura las constantes vitales?