dimarts, 21 d’agost del 2012

Sobre "Naciones y nacionalismo"

La concepción de este libro me ha sorprendido por tratarse de un intento de conceptualización del fenómeno del nacionalismo desde una óptica esencialmente teórica, sin apenas referencias a hechos y situaciones concretos, aun cuando el autor seguramente los tenía en mente, pero no los desvela al lector, tal vez porque los supone conocidos. En mi formación como historiador, limitada a una licenciatura, unos cursos de doctorado y unas cuantas lecturas, la metodología utilizada pasaba grosso modo por una descripción sistemática de las sociedades estudiadas, un análisis comparado entre sociedades con valores y características aproximados y, en el grado sumo de ambición, en la búsqueda de regularidades que permitieran la enunciación de un modelo. Vaya por delante, pues, la salvedad de las limitaciones del que suscribe.

Parte el autor, Ernest Gellner, de clasificar la evolución de las sociedades humanas en tres grandes etapas, atendiendo al modelo tecnológico que sustentaba la base económica en cada momento, y así habla de etapa cazadora-recolectora, etapa agraria y etapa industrializadora. Renuncia expresamente a utilizar la propiedad de los medios de producción como el elemento explicativo fundamental de los mecanismos internos y evolutivos de esas sociedades, tal como hace la historiografía marxista. Además, utiliza la cultura, el sistema educativo y el poder político como los elementos estructurantes que permiten entender el fenómeno analizado, el surgimiento y consolidación de los nacionalismos.

En la etapa agraria existían grupos sociales especializados, los famosos tres órdenes de la sociedad medieval: laboratori, oratori, militari, grupos de gentes destinados cada uno de ellos a jugar un rol diferenciado en el conjunto de la sociedad. Los dos últimos constituirían una especie de élites transversales, entendiendo por ello que son perfectamente intercambiables con otras élites de otros espacios geográficos, con las que compartían una cultura común, materializada en muchos casos a través de una lengua común (el latín, entre los religiosos; otra lingua franca entre las élites militares, el francés, por ejemplo, en el bajo medievo en Europa occidental). Por debajo en la escala social, la mayoría de la población, dedicada a la producción de alimentos, asentada en núcleos pequeños, con una cultura propia y con escasos lazos fuera del restringido ámbito de la comunidad local. Las diferencias entre las élites y los súbditos eran abismales y la movilidad, imposible. La educación que se necesita para el mantenimiento de este status quo es mínima y restringida al orden eclesiástico, quien además lo reviste de un carácter sagrado e inaccesible, convirtiéndose en mediadores con la divinidad, legitimando así su posición privilegiada. Los campesinos no necesitaban una formación específica, fuera de la que le proporcionaba la propia familia o comunidad local. Pese a la desigualdad manifiesta, la situación no generaba malestar ni se cuestionaba el orden establecido, más allá de las épocas de hambruna o conflictos puntuales, injusticias flagrantes, o casus belli de índole material.

En la etapa industrializadora, por contra, las necesidades del modo de producción exigen una colectividad con una cultura desarrollada y homogénea, que permita la adaptación a los cambios que el modelo económico exige, esto es un grupo siempre disponible para acometer nuevas tareas y funciones. Así mismo, esta unificación cultural y un modelo económico basado en el crecimiento perpetuo, promete a sus súbditos una movilidad que debe materializarse parcialmente para cumplir su función legitimadora. La homogeneidad cultural se obtiene a través de un sistema educativo homologado y controlado por el poder político, que se asegura así las condiciones de reproducción del sistema. Esa unidad de cultura por un lado y de poder político materializado en un estado moderno constituye la nación, que el propio sistema educativo contribuye a crear, reproducir y perpetuar, como elemento cohesionador y desactivador de los conflictos internos que el propio modelo necesariamente tiende a generar. Por lo tanto, la nación, lejos de ser un ente natural preexistente a la ideología que la ensalza, el nacionalismo, es un producto de éste y además, ese nacionalismo se revela como una condición inevitable de las sociedades modernas de la etapa industrializadora. La inevitabilidad no implica el éxito de la materialización histórica del hecho nacional. Antes al contrario, son más los nacionalismos fracasados que los finalmente materializados.

Me ha resultado especialmente interesante el hecho de que el autor renuncie al análisis del discurso ideológico nacionalista, por considerarlo irrelevante. Considera que el fenómeno nacionalista es interpretable únicamente como un constructo derivado de una necesidad social y que es atendiendo al desvelamiento de esos mecanismos como se puede entender el mismo. Quedan, sin embargo, muchas preguntas por contestar, seguramente por ignorancia del que suscribe o por sus limitaciones para interpretar correctamete lo leído. ¿Por qué triunfan unas naciones y otras no ? ¿Por qué la condición de clase no prevaleció sobre el discurso nacionalista en los conflictos bélicos de la Europa de finales del XIX y primera mitsd del siglo XX? En una sociedad postindustrial, globalizada, ¿evolucionaremos hacia una cultura homogénea universal, no necesariamente uniforme pero sí intercambiable, que comparta los significados, la semántica, aunque la sintaxis y la fonética sean diferentes? O, por el contrario, si un sector de la población no participa en la producción de conocimiento, es decir, resulta inoperante, ¿volveremos a un modelo inspirado en los de etapas anteriores o crearemos un a raza de subhumanos de destino incierto?