El análisis de cualquier manifestación artística puede acometerse desde dos posiciones diferentes que, no obstante, pueden complementarse para dar una visión de conjunto más completa y compleja. Una, la primera, atiende al fenómeno estético per se, sin más consideraciones. La otra, que algunos analistas prefieren obviar o preterir, atiende al contexto en el que nace y se desarrolla la obra que se analiza. Nosotros, aquí, intentaremos abordar el fenómeno del neorrealismo desde ambos puntos de vista.
El neorrealismo, si tomamos como hito inaugural la proyección de Roma, città apperta, de Roberto Rossellini, aparece justo en el momento en que la Segunda Guerra Mundial toca a su fin. Esta contienda había revelado el lado más siniestro de la sociedad europea y, por extensión, de la humanidad entera. Nunca antes se había producido una destrucción tan bárbara y tan extendida. La sociedad civil como la principal víctima de la guerra, ciudades enteras destruidas, por no hablar de la abyección que supuso la persecución y exterminio de judíos, gitanos, homosexuales u oponentes políticos. En ese contexto, parecía que no habría, a partir de entonces, lugar para la literatura, como dijo Theodor W. Adorno.
Es en ese contexto, sin embargo, en el que nace el neorrealismo. ¿Por qué entonces? ¿Por qué en Italia? Su ideario programático consistía en dar cuenta de una realidad sórdida, la de la postguerra, a modo de catarsis colectiva. Se trataba de enfrentar una situación traumática –el hambre, la pobreza, la vileza y debilidad humanas- a través del testimonio público, de buscar un anclaje individual en la vida igualmente degradada de otros, de buscar y encontrar referencias que permitiesen explicar -y así poder asumir mejor- la situación angustiosa que se estaba viviendo. Hay una doble orientación: por un lado, un cine de denuncia, el cine más combativo, de clara proyección pública (Ladrón de bicicletas); por otro, una tendencia más intimista, cuyo objetivo es aflorar los conflictos internos y relacionales (Viaggio in Italia). Aún cabría señalar una tercera, que adopta un tono más simpático, esa suerte de realismo a la española que, con la sonrisa en la boca, no deja de traslucir un fondo amargo (El pisito).
Para este objetivo no valía un lenguaje artificioso, ni un paisaje edulcorado, ni las vedettes del star system. La sobriedad narrativa, la naturalidad en la iluminación y en los escenarios, la interpretación a cargo de actores noveles o, incluso, no profesionales, vinieron a sustituirlos. Una nueva gramática que se acomodaba perfectamente al sentido del relato. Quizá fuese Italia el único país con las condiciones adecuadas para el surgimiento de un movimiento de estas características. La Alemania derrotada y “culpable” debía purgar sus faltas y no había lugar a reflexiones críticas. Los “vencedores” no podían permitirse mensajes catastrofistas, ahora sólo quedaba acometer el futuro con espíritu animoso y obviar los pasajes oscuros del pasado reciente. Italia, sin embargo, por su doble condición de vencida (como país, en la guerra) y vencedora (fueron los propios italianos quienes dieron cuenta del tirano) podía mirar a ese pasado con la entereza de quien no tiene que rendir a cuentas mas que a sí mismo.
Y el neorrealismo llegó para instalarse. Vista la pertinencia de este modo de contar historias de desarraigo y dado que las situaciones de crisis habrían de convertirse en una constante que resurgía cíclicamente, el neorrealismo tuvo largo vuelo y recorrido. Hoy son muchos los herederos de esta escuela cinematográfica. Podemos rastrear su influencia en algunos autores y películas recientes: Lloviendo piedras, Ken Loach (1993); Mi nombre es Joe, Ken Loach (1998); El hijo, hermanos Dardenne (2002); El niño, hermanos Dardenne (2005); Recursos humanos (Laurent Cantet), el Robert Guédiguian de sus películas ambientadas en Marsella.
¡Larga vida al neorrealismo!