En los días de comunión, a los niños nos vestían según la condición o expectativas familiares. Los había que se encasquetaban el traje de marqués, con sus chorreras, sus puñetas y zapatos de hebilla y tacón. Otros, preferían el de almirante, galones, cordones dorados, condecoraciones y zapatos blancos. Los más, nos disfrazábamos de marinerito, gorra de plato, lazo al cuello y zapatos de charol negro. Todos, sin excepción, estrenábamos zapatos. Se suponía que eso nos haría felices y así lo recogía el refranero. Ciertamente, había quien caminaba en puntillas, arrastrando la mirada por el suelo, atento a esquivar charcos y excrementos de perro. Los había que, acabada la ceremonia, o incluso antes, corrían a patear el balón, sin importarles una bleda si los zapatos eran de ante o de charol, provocando los síncopes de madres y abuelas. Pero, muchos más, nos removíamos inquietos en los bancos de la iglesia, acurrucábamos los dedos, retorcíamos los tobillos, buscando el modo de aliviar las rozaduras que los dichosos zapatos nuevos nos producían. Rezábamos, pidiéndole al niñito Jesús que el suplicio acabase pronto y que nos permitiese volver a nuestras casas para calzarnos las viejas bambas que nuestra madre amenazaba con "tirar a la basura cualquier día de estos". En la comunión, el momento en que dejábamos atrás la infancia ingenua e irresponsable para entrar en la condición preadulta, cuando se suponía que ya éramos capaces de discernir lo que es pecado, se nos imponía la penitencia antes de la comisión de la falta.
Y en esas estamos. Nosotros, los curritos, quienes, ingenuos, acudíamos al trabajo religiosamente, pagábamos nuestros impuestos y los de los otros, jugábamos a la democracia y soñábamos con un mundo mejor, de pronto llega el día de la comunión, nos dan una hostia de confirmación, se ve que para despertarnos, y nos regalan unos zapatos nuevos, ahora en forma de una nueva legislación laboral que nos produce rozaduras y escoriaciones que casi nos dejan el hueso al descubierto. Ganas me dan, ya no de calzarme las viejas bambas, sino de liarme a patadas con balones, globos y burbujas, y dejar los zapatos nuevos hechos unos zorros.