diumenge, 16 d’abril del 2017

El otro lado de la esperanza

Cuando vamos a ver una película de Aki Kaurismaki, lo hacemos sabiendo bien adónde nos dirigimos, como cuando visitamos a un conocido especialmente estimado al que hace tiempo que no vemos. Algo parecido a lo que ocurre con las películas de Woody Allen. "¿Qué hay de nuevo, viejo?", preguntamos, y nos disponemos a escuchar sus nuevas historias, una revisitación de otras más antiguas. Sabemos que los personajes serán de nuevo personas excluidas o en riesgo de exclusión. Sabemos también que el tono será severo, inducido por la sordidez de los espacios y la adustez de los rostros -no hay motivo para sonreír-, pero que no estará reñido con la ternura o incluso con el humor que puntualmente salpique o subyazga a la situación de que se trate.

Así, la última película de Aki Kaurismaki, El otro lado de la esperanza, es otro ejemplo del cine del director finés. Y es una buena película. En ambos sentidos. 'Buena' por la calidad y calidez de sus imágenes; por el sentido del ritmo, cadenciado por la música diegética; por la fina ironía que supuran las situaciones, a veces de connotaciones dramáticas como la agresión que padece el protagonista a manos de un bruto ignorante; por el manejo de los diálogos y de los silencios, de tal modo que estos últimos cobran tanto sentido como los primeros; por esos aparentes anacronismos que hacen difícil situar la acción en un marco temporal concreto y que generan desconcierto en el espectador. 

Y  es "buena" también por el sentido moral que la trasciende. Sin caer en un tono maniqueo o sensiblero, el cine de Kaurismaki, sin ser abiertamente combativo, ha reivindicado siempre la dignidad de los excluidos, de los miembros de aquellos sectores de la sociedad que, pese a vivir en situaciones de extrema gravedad -pobreza, enfermedad, víctimas de fobias varias-, son capaces de proyectar sentimientos nobles hacia los otros, quizás porque entienden mejor las calamidades que están padeciendo aquellos que sufren. Siempre hay alguien más abajo. Siempre podemos acabar allí.

A destacar en el presente film, el retrato que hace de la sociedad finesa y, por ende, de la sociedad occidental (el anterior film, Le Havre, de temática semejante, transcurre en la ciudad francesa).  Una imagen muy alejada de la que cabría esperar del país con el mejor sistema educativo europeo o de la cuna de la alta tecnología tipo Nokia. Un retrato de una sociedad quebrada, dividida, desigual, violenta. Al lado de la violencia palurda de los émulos de los nazis, nos tropezamos con la violencia estructural de un sistema que, amparado en protocolos, informes, estadísticas y baremos, acaba produciendo los mismos efectos que sus excreciones más extremas: la marginación, la pobreza, la muerte en última instancia.

Aki Kaurismaki ganó con esta película el Oso de Plata del certamen berlinés de 2016 a la Mejor Dirección. Sin haber visto las películas de los otros participantes, no dudo de la justicia del galardón, pues el trabajo de puesta en escena es muy destacable. Como hemos apuntado más arriba, detalles como la anacronía de una máquina de escribir junto al ordenador portátil en el despacho policial, la música country en un entorno aparentemente tan alejado de aquello que representa, los ambientes austeros -que no sórdidos- de una sociedad que sabemos opulenta, provoca en el espectador una sensación de extrañamiento, nos sitúa en el patio de butacas de un teatro experimental donde se desarrolla una escena con los mínimos elementos escenográficos y en un ambiente sumamente pulcro, lo que contribuye a dotar de dignidad a los personajes. Pobres, pero limpios.

Por su parte, los diálogos, los silencios y la música son elementos cruciales en la manera de narrar del director. Lo serán en muchas películas, pero aquí cobran otra dimensión. Los diálogos son tan lacónicos como los personajes que los interpretan. El silencio, por ejemplo, que rige en la separación y final reconciliación del matrimonio de uno de los personajes, es más elocuente que el discurso más sofisticado sobre lo que poco más se puede añadir, una intimidad hecha de gestos, miradas y probablemente silencios prolongados, casi una soledad compartida. Y la música está plenamente integrada en la película, pautando el ritmo de la narración.

Finalmente, la paleta de colores planos pero vivos, en los interiores del restaurante y de los hogares, tendrá que ver probablemente con la necesidad de introducir una nota de color en un ambiente básicamente gris, pero al mismo tiempo contribuye a ahondar en la simplicidad de la vida de los personajes, en la desnudez de las situaciones planteadas. Aquí no hay más que lo que se ve. Hombres y mujeres buscando a otros hombres y mujeres con los que compartir un futuro en condiciones dignas.