divendres, 7 d’abril del 2017

El jardín japonés

La intervención del ser humano en la ordenación del espacio vegetal tiene realizaciones diversas -jardines, parques, alamedas...- y resonancias múltiples -romántica, clásica, zen...- según la idea que la inspira. Pero el objetivo es siempre el mismo: tratar de armonizar dos principios aparentemente opuestos, naturaleza y cultura, pasión y razón.


La imagen prototípica del “jardín japonés”, en su modalidad de “jardín zen”, es la de un recinto doméstico, nada que ver con los jardines clásicos de  las villas romanas, o con los neoclásicos de los palacios franceses, por ejemplo. El jardín japonés es un espacio íntimo, recogido, silencioso, acogedor, un lugar cuyo cometido es regular los ritmos vitales,  aquietar el ánimo y serenar el alma. Es un recinto ordenado, donde hasta la disposición de la piedra más pequeña está pensada, donde el desequilibrio está previsto, medido y controlado. No hay azar, no hay sorpresa.


De dimensiones pequeñas, está rodeado por los paramentos de la vivienda, paneles de madera y papel que se abren y cierran, ampliando o limitando el ámbito, según la voluntad del ama, o si las condiciones del tiempo así lo exigen. La cubierta la forman unos tejadillos vertientes al patio que dibujan cortinillas de agua los días de lluvia, abluciones cósmicas. La superficie del patio es una capa de piedras calizas mezcladas con otras de colores que dibujan un sendero serpenteante, nunca recto, nunca anguloso ni quebrado. Una pequeña rocalla se erige en medio del patio y obliga al camino a evitarla, rodeándola, pero no lo detiene. El camino fluye.


Al llegar la noche, un farolillo rojo ilumina tenuemente el porche y comienza una ligera sinfonía de sonoridades orgánicas -el frufrú de sedas deslizándose, pies desnudos sobre la tarima de paja de arroz, el crepitar de un pequeño fuego que mantiene la estancia caliente, se acompasan con la brisa nocturna meciendo las hojas de un bambú-. La luna blanca vela el sueño de los amantes.

Si la noche ha sido fructífera, ligeramente estremecida por un temblor telúrico, la mañana mostrará un espectáculo esplendoroso, con el patio cubierto por los pétalos de la flor del cerezo, manto rosado que conforta la mirada de los amantes recién despiertos.